No sabemos qué ha tenido que pasar para que, súbitamente, los poderes del Estado caigan en la cuenta de que están medio desarmados frente al desmadre urbanístico. Faltan fiscales, policías e incluso instrumentos legales idóneos para afrontar los grandes desaguisados que comportan las ingentes recalificaciones de terrenos no urbanizables con las consiguientes, espectaculares y a menudo turbias plusvalías, frecuente devastación del territorio y abonado de corrupciones de toda laya. Marbella, desde luego, pero tanto o más importante han sido para la sensibilización del Gobierno los episodios de Ciempozuelos o Seseña, tan cerquita de la Corte que los petardos mediáticos le han estallado en la mano. Ahora vienen las prisas y el anuncio de remedios.
Visto desde la periferia, y concretamente desde el País Valenciano, la verdad es que tal desbordamiento y la imprevisión que delata más bien han de parecernos el resultado de una política consentida que se hubiese prolongado -y nada ha cambiado, de momento- sin la catarsis de los mencionados escándalos y otros similares que han acabado por disparar las alarmas e instinto defensivo del Gobierno. De ahí ese decálogo que propone el PSOE y cuyo corolario sería el preguntarnos ingenuamente cómo es posible que unas normas o preceptos tan elementales como los divulgados no se vengan observando a rajatabla. Sobre todo, a partir del momento en que el urbanismo -nos referimos al condenable- comenzó a constituirse en una desgracia medioambiental, lo que ya venía siendo y se acentuó con la Ley del Suelo de 1998, del PP.
Decíamos política consentida porque eso es, exactamente, lo que ha pasado hasta ahora en el marco autonómico valenciano, como es sabido. Desde 1995, y al amparo de la Ley Reguladora de la Actividad Urbanística (LRAU), parida por los socialistas, se desarrolló un frenesí urbanizador que ninguna trapisonda hubiese disciplinado porque, de un lado, el gobierno de Francisco Camps -por no hablar de la Consejería de Territorio y Vivienda- estaba persuadido de que la proliferación de los famosos PAI, con las recalificaciones masivas de suelo no urbanizable, era el exponente incuestionable de que se estaba en el buen camino. Y de otro lado, la euforia económica y el imperio de la mayoría absoluta permitían, incluso, que campase la impunidad, por más que formalmente se emprendiesen algunos expedientes sancionadores que en buena parte se han diluido en el trampeo burocrático y legalismo procesal.
Nada, decimos, hubiese cambiado por estos pagos sin el activismo de los damnificados por la citada ley y la intervención de las autoridades comunitarias de Bruselas que, quizá con tantos o semejantes méritos que otras regiones, se convirtió en el paradigma del abuso y aún del despojo urbanístico. Una imagen que ni siquiera ha enmendado la promulgación de la nueva ley urbanística (LUV), asimismo cuestionada parcialmente por la Comisión Europea, que en ningún momento ha edulcorado sus críticas. Sucesos éstos que, a la par con la misma protesta de no pocos vecindarios costeros agobiados por la saturación inmobiliaria y el clima viscoso de corrupción, forzaron el giro político en la gestión de esta parcela. Es la llamada política sandía, intensa e incluso aparatosamente ecológica con tal de borrar la sombra depredadora que se proyectaba y que se llevó por delante al consejero Rafael Blasco que la personalizaba.
Quisiéramos pensar que estamos ante una nueva etapa, decididamente distinta, en la gestión del territorio y que estos propósitos de rigor y reforma no constituyen únicamente un guiño meramente electoralista. Aquí y acullá el abuso urbanístico ha calado en la opinión pública que endosa la culpa a la voluntad, irresolución -y eventual venalidad- de los políticos. A ellos, a los partidos hegemónicos, les incumbe con pacto o sin él reorientar el proceso urbanizador del país y por doquier. Y a los jueces, y a los policías y también a los promotores inmobiliarios que están a lo que se legisle. Pero la iniciativa han de tomarla los gobernantes, que en este capítulo y durante muchos años han transitado entre el dontancredismo y la complicidad.
Visto en El País
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