Transformadas por el trabajo humano a lo largo de milenios, nuestras huertas litorales están pasando de ser una diosa de la fertilidad a un residuo. Residuo en el doble sentido: escasas por arrasamiento y despreciadas porque las tratamos como si no tuvieran valor alguno (por poner un ejemplo, de la de Alicante no queda nada). Han sido, sin embargo, un recurso vital y han constituido un paisaje. En los parajes donde subsisten y no se han visto invadidas por contenedores, cementerios de desechos, factorías o adosados, aun son un territorio triplemente interesante: recurso productivo, pulmón verde y belleza asequible.
La obstinación en convertirlas en historia arqueológica es persistente. Uno de sus más recientes avatares es el propósito del Ayuntamiento de Alboraia de proceder a una reclasificación decisiva del territorio de huerta que se mantiene en producción. En primera línea de su franja costera existe un tramo que ocupan, inapropiadamente, unas importantes empresas comerciales, terrenos que pasarían a ser suelo residencial, mientras ellas los venderían y se trasladarían a la conocida como partida de Vera, una de las zonas de la huerta situada al sur del término y del barranco del Carraixet. ¿Quién gana con todo ello?
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