El pasado lunes 3 de julio, mucha gente despertó súbitamente de un sueño de esplendor para encontrarse con una pesadilla. Sometidos durante los últimos años a una intensa campaña de autopromoción mediática por parte de los gobiernos de la Generalitat y el Ayuntamiento de Valencia, se encontraron con la triste y cruel realidad de una ciudad con unos servicios públicos que no encajan en ese espejismo fastuoso que tanto se ha publicitado.
La catástrofe de la línea 1 ha tenido un impacto humano, social y mediático de gran magnitud, si bien corre el riesgo, en este último caso, de disolverse pronto en la vorágine de las noticias de un mundo que no se encuentra, precisamente, en un estado de placidez. Si algo ha calado en las últimas semanas en la opinión pública –no hay más que ver los foros de debate- son dos ideas claras: que el accidente era evitable y que el despilfarro de la Administración para determinados eventos y construcciones resulta lacerante al compararlo con la magra dimensión de los presupuestos para los servicios públicos.
Corresponde ahora, al margen de las consideraciones políticas, jurídicas e incluso éticas del caso, reflexionar una vez más sobre nuestro sistema de transportes metropolitano, una reflexión que, con los matices adecuados, puede extenderse al resto de las áreas urbanas del país.
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